Desafortunadamente, en 1987 me tocó hacer el servicio militar obligatorio (en mi país, Argentina, fue abolido recién en 1994). A un par de días de las navidades tres compañeros y yo estábamos de guardia en la quinta presidencial en Olivos (casa de fin de semana del Presidente, Alfonsín en ese entonces). Debíamos permanecer sentados en un cuarto como refuerzo en caso de emergencia (!?).
En la calma de la noche, el oficial joven que estaba de turno nos preguntó, uno a uno, incluyendo al suboficial, (un entrerriano muy acomplejado y con muy mala leche) el típico ¿Qué harían si ganaran el gordo de navidad?
Desde la inocencia de nuestros dieciocho años de edad, mis compañeros y yo lamentábamos estar perdiendo esos catorce meses de nuestras vidas. Hoy, con media vida en la espalda, me doy cuenta de que aquélla no había sido más que una de las incontables estupideces y arbitrariedades por las que esta sociedad nos obligaría a pasar. Hoy no veo gran diferencia entre el servicio militar, la escuela, el vecindario o la familia, he recibido abusos peores de maestros, vecinos, amigos y parientes que los que recibí de sargentos y capitanes, la violencia es espontánea, natural, explícita, el despotismo es, la mayoría de la veces, subliminal, incluso inocente. Y la gente soporta estos abusos porque no se atreve a averiguar hasta qué punto realmente depende de toda esta parafernalia.
Con la misma seguridad que la versión joven de mí agregó otra “vida de lujo” a las descripciones de los otros, sé exactamente qué respondería al oficial si pudiera regresar a aquel instante de mi vida: «Compraría una casa pequeña en un lugar tranquilo, alejado de todo, y me abstendría de derrochar».
©2007 - Walter Alejandro Iglesias